"Deshojemos las Margaritas, pero no los Girasoles".
Imagino que ha nacido destinado a encontrar en cualquier noche de invierno el significado de todas sus observaciones: una balanza que equilibre una y otra parte, un resumen que todo lo completa y redondea. Continúa creciendo en una ciudad cual árbol en la montaña, pero lo veo muerto, y la puesta de sol al fondo; mi memoria fotográfica no olvida esa vista: él en un primer plano, enhiesto, cubierto por sombras y figuras retóricas que lo dibujan oscuro, sin hojas en sus ramas y otras que cuelgan a igual importancia; su familia. En él no hay nidos, sólo dos pájaros dentirrostros carnívoros, de pico fuerte y plumaje negro, lo celan y acompañan en ocasos y ocasiones; sus dos mejores amigos. En un segundo plano están conglomerados los arbustos rodenos, pero en su cuadro se ven igualmente oscuros, desdibujados, sin llamar la atención; los expectantes, los encargados de criticar su vida y obra. En un tercer plano está la tierra montañosa que lo vió nacer, perfumada hace tiempo por la libertad en acentos epifánicos, de olorosas esencias; Yarumal. Y más allá, el ocaso, en tono amarillo, anaranjado y rojo, confabulado con nubes grises en el cielo, lo que rememora su tierra campesina: pastizales, animales de granja, gentes con costumbres limpias y sanas; las mejores en la natividad…todo tan al natural.
Equivalentemente, irradia en distintas facetas a la luz de los rostros de quienes no lo conocen y saben algo de él. Es un ser en constante construcción, no por ser humano, porque sabe que eso toma más tiempo del que ha merecido, sino de ser persona, formarse como persona, aunque no adepta al instinto teologal; sin embargo, es partidario de algunas leyes. Aún como árbol muerto conserva firme sus raíces que le permiten mantener un equilibrio constante y, así, poder distribuir uniformemente en la balanza su carrera profesional y su trabajo que podrían catalogarse como su prioridad. Y no obstante, aún como árbol muerto, ha florecido en los templos de la Atenas Cultural del Norte y sin la necesidad de ninguna gota de la lluvia. Esto lo ha hecho apoyado en melismas y escritos mélicos un poco envainados por la soberbia del pecado: la búsqueda de la eterna bienaventuranza a través de la música, la palabra; el arte. No cabe duda que él es una de esas personas inéditas que place de gusto por seguir cultivando de esta magna semilla, pero con mayor énfasis, en las eras de la cultura lírica y poética de la vida, intuido en méritos de destellos y resplandores para dar a todo su color medido.
Ubicándonos al norte de la capital de Antioquia, él ha logrado ostentar allí, visionariamente, algunos de sus trabajos al interior de una comunidad que parece ser temerosa, por no decir que cauta, o antipática, ante toda novedad. Temen que alguien que se ha autoexiliado de su tierra natal logre cautivarlos con su extraño e intermitente brillo, pues a medida que su luz adquiría intensidad silenciosamente, año tras año, cúmulos de sombras aparecían ante los pies de cada ente de la sociedad, se aglomeraban, como replegándose sobre sí mismos, expectantes, al fondo del anfiteatro. Pocos saben que lo que él siente es la necesidad de rejuvenecer un deseo, un sueño que arde ansiosamente por hacerse realidad a través del arte y la palabra virgen y original.
Cuentan los nómadas, como si su vida fuera una leyenda, más que una historia, que a temprana edad permitió serse egoísta, lo cual la complejidad de las cosas comenzó a hacerse inmediata, y la universalidad y las presiones de la vida tan intensas, donde día a día todo requería más esfuerzo por la mera excitación del vivir, lo fueron convirtiendo en una especie de anacoreta, un ermitaño que pasaba desapercibido aun estando en el centro de la urbe. Cuando cada parvenu pasaba por sus dominios requiriendo refugio, sentía que le estaban profanando su santuario y con una agradecida y tímida sonrisa apartábase entonces del camino del extraño, y luego ocultábase en el cuarto último al final del pasillo donde placía de gusto desmedido por la grafía en busca de nuevas composiciones. La soledad se convirtió para él en su amante y fiel compañera, por su igual actitud enhiesta, y ahora sombría, noctámbula. Las estelas en el cielo oscuro lo fueron guiando a recintos más privados, reservados. No hay evidencia, pero las personas seguramente hablaban de él, y dirían incluso que se hurtó de ellos, que era un huidizo. Aún hoy, pero anormalmente consciente de las mismas circunstancias, no comprenden que está obligado a efectuar diversas transiciones de todos los hombres que se alternan en cada entrada y salida de las distintas facetas de este actual escritor sentencialista. Sin embargo, y a pesar de todo, produce una sola impresión, que por lo general, y sea dicho de paso, es buena, porque su sencilla calidad parece atraer siempre. Es de aquellos que al emerger a la superficie nadan equilibradamente en el centro de la corriente observando la variedad de peces y de otros que apuntan con la nariz a una misma dirección queriendo emigrar cuales aves en el invierno: <>, me dijo algún día: <>.
No ha logrado ser el confidente para el amor de alguien. Lo creen cruel porque juega estratégicamente con el amor al igual que lo hace con el ajedrez. Siempre juega con las piezas negras; no suele dar el primer paso. Ha mencionado que cuando se inicia una partida, observa si es un peón o el caballo blanco quien hace el primer movimiento; es sabido que un peón, todavía siendo el de menos valor, puede convertirse en una cruel reina, y según su criterio, una peonada no puede demeritarse. Dice: <>. Pero, enamorarse, no va con él. Si es él quien inicia el juego, va a dominar siempre la partida, va a saber el resultado, y va a ganar, a no ser que su opuesto tenga la capacidad de leer el pensamiento e imaginar cómo sería cada paso venidero en determinada situación para obligarlo a cambiar y a meditar a cerca de dónde, cómo, por qué y para qué es que va a dar el siguiente paso. Esta lucha meditada, sin desesperación, concurrida a través del fuego desosegado que podría calcinar sus huesos, es una clara demostración de su doble sensibilidad: el sentir y la razón; aunque su mente puede llegar a ser compleja en demasía como para que una sola actividad lo excite.
Lo considero como un nuevo nómada, otro caminante que camina por estas tierras sin saber a dónde va a llegar porque, según su evangelio, la idea del caminante es la de caminar sin más, tomar lo que te ofrecen, agradecer el descanso, y seguir caminando sin preocupaciones ni rumbos fijos dejando huellas que pronto borrarán las olas del mar y el tiempo para que nadie no se entere nunca que alguien pasó por allí. Y procura, por cierto, no mencionar los lugares exactos que pisó para dejar que los demás caminantes aventuren sus propios pasos sin necesidad de llevarlos de las manos, pues teme, que al hacerlo, lo altere todo, en lugar de permitir que todo transcurra tan libre, así como cae la lluvia sin poderla cesar cuando inunda muelles y vecindarios y cosechas y sueños, sueños aún desnudos en la estancia en la que se encuentren.
Es un hombre fiel, sarcástico en sus letras, desengañado y turbado, pero no amargado. Sabe que un hombre amargado es un hombre sin edad ni rasgos que le determinen. Simplemente, es como el agua entre tus manos, fácilmente lo puedes perder, pero no sin antes de haberte mojado para que tú te seques. Podrá decirte: “Señor, o señora, cuidado que le puedo mojar”. Y después añadir con cierta sensación de consuelo: “Lo bueno es que te puedes secar”. Imagino que repetirá a menudo tal acto, mientras anda por ahí mojando otras vidas, tal vez dejándolas limpias, o quizás las que moje estén tan sucias y lo único que resulte sea ensuciarlas más, o mancharlas por completo. Pero te dijo: “Señor, o señora, cuidado que le puedo mojar”.
Es una ardua tarea intentar siquiera interpretar cómo es y ha sido, porque es como todos nosotros, incluyéndome, ambiguo; por eso siempre dejo que juegue con las fichas blancas. No es conveniente que lo dejes jugar contigo, sería la típica escena del bebé con su sonaja: moviéndote de aquí para allá, sacudiéndote de un lado para otro y de arriba abajo, y quizás sientas náuseas, e incluso podrá ignorar qué o quién eres, pero será porque le has parecido una nueva y sana e inocente entretención. Hay quienes afirman que es cómo esa ave nocturna que lleva dos penachos de plumas alzadas en la cabeza y que si te descuidas puede roerte un pedazo, y la herida podría no sanar. Y no intentes creerle porque terminarás haciéndolo. Es algo confuso, pero tratable. No insociable porque puede llegar a ser tu mejor amigo y tú su sacerdote o sacerdotisa que confiesa. Es si no saber leerlo.
Alguna vez, en frente de él, antes que supiera de mí, me quité el velo y dejé que me creara: me convirtió en su centinela. En su cuarto sólo había cartas inacabadas por doquier. Su encanto y el fluir de sus palabras que me deleitaban se desmoronaban. A medida que me revelaba, lentamente, ante sus ojos, se pasmó al advertir que había sido capaz de observar infinitamente más de lo que podía decir. Ha querido que lo asista hasta que muera. Cuando estoy en su compañía, me encuentro entre los seres mejor creados por la mano de un hombre. Parece torpe mi entusiasmo, pero él me induce a creer que soy importante para alguien, como cuando diagnosticamos los síntomas de nuestros amigos: se detiene y pregunta por su sufrimiento, e inducimos a ellos para que también crean. Fue por eso que hoy le dije: <>. Como escribí al inicio: “Él continúa creciendo”, pero ahora en la ciudad, sabiendo que extrañaría el campo que lo sostuvo entre sus hierbas cuando niño.
A este hombre que fue banal y temerario, ahora reflexivo, de figura audaz y deletérea, es propicio a llegar hasta tu puerta de sombrero y bastón en mano ya senil, sin tomarse la molestia siquiera de enderezar su yacente encorvadura, y leerte algo de su prosa sentenciada a la perpetuidad undívaga bajo tierra y el tiempo: <>.
No me atrevo a afirmar, pero si me atrevo a decir que el día en que muera, morirá con una sonrisa en su rostro. Para mí la muerte es su enemiga, para él la muerte es su amiga. A ella poco le teme. Le he permitido que la observe tres veces. Dos veces más y seguro me dirá: <>. Aún no dejo que muera, y ya comienza a llevar un nombre.
Y a seguro que en su lápida habrá veintitrés letras arriba de Wilson Leandro Múnera Gutiérrez.
Equivalentemente, irradia en distintas facetas a la luz de los rostros de quienes no lo conocen y saben algo de él. Es un ser en constante construcción, no por ser humano, porque sabe que eso toma más tiempo del que ha merecido, sino de ser persona, formarse como persona, aunque no adepta al instinto teologal; sin embargo, es partidario de algunas leyes. Aún como árbol muerto conserva firme sus raíces que le permiten mantener un equilibrio constante y, así, poder distribuir uniformemente en la balanza su carrera profesional y su trabajo que podrían catalogarse como su prioridad. Y no obstante, aún como árbol muerto, ha florecido en los templos de la Atenas Cultural del Norte y sin la necesidad de ninguna gota de la lluvia. Esto lo ha hecho apoyado en melismas y escritos mélicos un poco envainados por la soberbia del pecado: la búsqueda de la eterna bienaventuranza a través de la música, la palabra; el arte. No cabe duda que él es una de esas personas inéditas que place de gusto por seguir cultivando de esta magna semilla, pero con mayor énfasis, en las eras de la cultura lírica y poética de la vida, intuido en méritos de destellos y resplandores para dar a todo su color medido.
Ubicándonos al norte de la capital de Antioquia, él ha logrado ostentar allí, visionariamente, algunos de sus trabajos al interior de una comunidad que parece ser temerosa, por no decir que cauta, o antipática, ante toda novedad. Temen que alguien que se ha autoexiliado de su tierra natal logre cautivarlos con su extraño e intermitente brillo, pues a medida que su luz adquiría intensidad silenciosamente, año tras año, cúmulos de sombras aparecían ante los pies de cada ente de la sociedad, se aglomeraban, como replegándose sobre sí mismos, expectantes, al fondo del anfiteatro. Pocos saben que lo que él siente es la necesidad de rejuvenecer un deseo, un sueño que arde ansiosamente por hacerse realidad a través del arte y la palabra virgen y original.
Cuentan los nómadas, como si su vida fuera una leyenda, más que una historia, que a temprana edad permitió serse egoísta, lo cual la complejidad de las cosas comenzó a hacerse inmediata, y la universalidad y las presiones de la vida tan intensas, donde día a día todo requería más esfuerzo por la mera excitación del vivir, lo fueron convirtiendo en una especie de anacoreta, un ermitaño que pasaba desapercibido aun estando en el centro de la urbe. Cuando cada parvenu pasaba por sus dominios requiriendo refugio, sentía que le estaban profanando su santuario y con una agradecida y tímida sonrisa apartábase entonces del camino del extraño, y luego ocultábase en el cuarto último al final del pasillo donde placía de gusto desmedido por la grafía en busca de nuevas composiciones. La soledad se convirtió para él en su amante y fiel compañera, por su igual actitud enhiesta, y ahora sombría, noctámbula. Las estelas en el cielo oscuro lo fueron guiando a recintos más privados, reservados. No hay evidencia, pero las personas seguramente hablaban de él, y dirían incluso que se hurtó de ellos, que era un huidizo. Aún hoy, pero anormalmente consciente de las mismas circunstancias, no comprenden que está obligado a efectuar diversas transiciones de todos los hombres que se alternan en cada entrada y salida de las distintas facetas de este actual escritor sentencialista. Sin embargo, y a pesar de todo, produce una sola impresión, que por lo general, y sea dicho de paso, es buena, porque su sencilla calidad parece atraer siempre. Es de aquellos que al emerger a la superficie nadan equilibradamente en el centro de la corriente observando la variedad de peces y de otros que apuntan con la nariz a una misma dirección queriendo emigrar cuales aves en el invierno: <
No ha logrado ser el confidente para el amor de alguien. Lo creen cruel porque juega estratégicamente con el amor al igual que lo hace con el ajedrez. Siempre juega con las piezas negras; no suele dar el primer paso. Ha mencionado que cuando se inicia una partida, observa si es un peón o el caballo blanco quien hace el primer movimiento; es sabido que un peón, todavía siendo el de menos valor, puede convertirse en una cruel reina, y según su criterio, una peonada no puede demeritarse. Dice: <
Lo considero como un nuevo nómada, otro caminante que camina por estas tierras sin saber a dónde va a llegar porque, según su evangelio, la idea del caminante es la de caminar sin más, tomar lo que te ofrecen, agradecer el descanso, y seguir caminando sin preocupaciones ni rumbos fijos dejando huellas que pronto borrarán las olas del mar y el tiempo para que nadie no se entere nunca que alguien pasó por allí. Y procura, por cierto, no mencionar los lugares exactos que pisó para dejar que los demás caminantes aventuren sus propios pasos sin necesidad de llevarlos de las manos, pues teme, que al hacerlo, lo altere todo, en lugar de permitir que todo transcurra tan libre, así como cae la lluvia sin poderla cesar cuando inunda muelles y vecindarios y cosechas y sueños, sueños aún desnudos en la estancia en la que se encuentren.
Es un hombre fiel, sarcástico en sus letras, desengañado y turbado, pero no amargado. Sabe que un hombre amargado es un hombre sin edad ni rasgos que le determinen. Simplemente, es como el agua entre tus manos, fácilmente lo puedes perder, pero no sin antes de haberte mojado para que tú te seques. Podrá decirte: “Señor, o señora, cuidado que le puedo mojar”. Y después añadir con cierta sensación de consuelo: “Lo bueno es que te puedes secar”. Imagino que repetirá a menudo tal acto, mientras anda por ahí mojando otras vidas, tal vez dejándolas limpias, o quizás las que moje estén tan sucias y lo único que resulte sea ensuciarlas más, o mancharlas por completo. Pero te dijo: “Señor, o señora, cuidado que le puedo mojar”.
Es una ardua tarea intentar siquiera interpretar cómo es y ha sido, porque es como todos nosotros, incluyéndome, ambiguo; por eso siempre dejo que juegue con las fichas blancas. No es conveniente que lo dejes jugar contigo, sería la típica escena del bebé con su sonaja: moviéndote de aquí para allá, sacudiéndote de un lado para otro y de arriba abajo, y quizás sientas náuseas, e incluso podrá ignorar qué o quién eres, pero será porque le has parecido una nueva y sana e inocente entretención. Hay quienes afirman que es cómo esa ave nocturna que lleva dos penachos de plumas alzadas en la cabeza y que si te descuidas puede roerte un pedazo, y la herida podría no sanar. Y no intentes creerle porque terminarás haciéndolo. Es algo confuso, pero tratable. No insociable porque puede llegar a ser tu mejor amigo y tú su sacerdote o sacerdotisa que confiesa. Es si no saber leerlo.
Alguna vez, en frente de él, antes que supiera de mí, me quité el velo y dejé que me creara: me convirtió en su centinela. En su cuarto sólo había cartas inacabadas por doquier. Su encanto y el fluir de sus palabras que me deleitaban se desmoronaban. A medida que me revelaba, lentamente, ante sus ojos, se pasmó al advertir que había sido capaz de observar infinitamente más de lo que podía decir. Ha querido que lo asista hasta que muera. Cuando estoy en su compañía, me encuentro entre los seres mejor creados por la mano de un hombre. Parece torpe mi entusiasmo, pero él me induce a creer que soy importante para alguien, como cuando diagnosticamos los síntomas de nuestros amigos: se detiene y pregunta por su sufrimiento, e inducimos a ellos para que también crean. Fue por eso que hoy le dije: <
A este hombre que fue banal y temerario, ahora reflexivo, de figura audaz y deletérea, es propicio a llegar hasta tu puerta de sombrero y bastón en mano ya senil, sin tomarse la molestia siquiera de enderezar su yacente encorvadura, y leerte algo de su prosa sentenciada a la perpetuidad undívaga bajo tierra y el tiempo: <
No me atrevo a afirmar, pero si me atrevo a decir que el día en que muera, morirá con una sonrisa en su rostro. Para mí la muerte es su enemiga, para él la muerte es su amiga. A ella poco le teme. Le he permitido que la observe tres veces. Dos veces más y seguro me dirá: <
Y a seguro que en su lápida habrá veintitrés letras arriba de Wilson Leandro Múnera Gutiérrez.
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